El presidente Gustavo Petro no ha ocultado nunca el orgullo que siente de haber empuñado las banderas del M-19.
Lo dice sin pena ni remordimiento, como si la historia de ese grupo delincuencial fuera un motivo de celebración nacional y no el recuerdo de unos asesinos que tanto daño le hicieron al país.
Su mayor placer parece ser recordarle a las víctimas que alcanzó el poder, algo que se dió gracias a la banalidad y estulticia de personajes como el zanquero Edwing Fabian Díaz Plata, un senador al servicio del régimen, premiado con beneficios en el manejo del SENA en Santander como pago por su arrodillamiento y total entrega en favor de las votaciones de las nefastas reformas que tienen hoy al país al borde de la peor crisis de salud en su historia.
Restregarle en el rostro a los colombianos su pasado delincuencial, bajo la careta de ser ahora el redentor de la democracia, hace que se confunda la paz con la justificación de la violencia. Esta es una falacia ideológica sobre la que ha sostenido su propia vida por más de 40 años, y que personas movidas por el resentimiento y el odio por los demás, hoy le ayudan en su intención.
El mayor representante de esta distorsión histórica es el senador del Pacto Histórico Iván Cepeda Castro, cuya influencia política ha servido para legitimar las viejas banderas de la guerrilla.
Durante años, Cepeda ha tejido una estrecha relación con la dirigencia de las FARC: primero como facilitador en los diálogos de La Habana, luego como voz constante de defensa de la agenda de los excombatientes, y siempre como interlocutor privilegiado de sus dirigentes.
Así convirtió la bandera de las víctimas en un trampolín para legitimar el discurso de quienes fueron los victimarios. Su causa política siempre ha sido mantener viva la narrativa de las FARC como actores políticos válidos, escondiendo detrás de cada discurso la posibilidad de que la voz de esos asesinos se prolongue en la política actual. Ese doble juego no es casual: es la estrategia que le ha permitido presentarse simultáneamente como víctima y como vocero de los victimarios.
Cuando un senador se presenta al tiempo como víctima del conflicto y como vocero de quienes empuñaron las armas, la frontera entre la defensa de la memoria y la promoción de una ideología insurgente se diluye.
Por eso, quienes hoy enarbolan la bandera del petrismo en Santander deben saber que no representan la esperanza ni el cambio de la gente, sino el riesgo de entregar el futuro de nuestra región a la sombra de los victimarios de ayer.
Seguir apoyando esa izquierda, encabezada por Petro y sostenida por voceros como Cepeda, es permitir que pase a gobernarnos la peor escoria delincuencial que ha visto la nación. Las próximas elecciones van a definir el futuro de nuestra sociedad. Y no podemos permitir que la voz de los asesinos siga decidiendo el rumbo de Colombia por otros cuatro años más.